domingo, 16 de agosto de 2015

Vacaciones

En el centro de Madrid, una noche cualquiera de julio, las campanas de San Antonio de los Alemanes no daban ya las once mientras yo trataba de sobrevivir a esa cárcel de asfalto en la que se había convertido la ciudad. Rezaba por que la meteorología me concediera una tregua y pudiera así abrir las ventanas al caer el sol; entonces maquinaría un plan enrevesado que incluyese sobornos y chantajes para forzar una alianza entre aire y ventilador que los instase a atravesar de ventana a ventana mi minúscula casa, para que arrastrasen de aquel espacio diminuto el calor y mis demonios. Todos los demonios. Porque qué diablos no estarían avivando calderas allá abajo, como locos, para que hubiésemos llegado al punto en que el momento más feliz del día se había convertido en fregar los platos porque entonces la cocina era lo más parecido a una piscina a mi alrededor. 

Era innegable que necesitaba vacaciones, y unos cuantos grados menos. Un par de semanas en las que terminar el millón de tareas pendientes que arrastro desde hace meses, seguir buscando ese piso que no encuentro, echar a patadas a las ojeras okupas que habitan bajo mis pestañas. Incluso, con la firme determinación de recuperar el deporte perdido metí en el fondo de la maleta las prendas a tal propósito destinadas. Y precisamente con lo contrario a la firmeza quedaron mis carnes tras dos semanas de excesos, colgando, igual que han hecho esos tejidos técnicos de secado ultrarrápido en el perchero.

Tanto plan y tanta lista de “to do”, que dicen ahora, y al final todo mi oficio y beneficio fue darme a ese dolce far niente que tan encarecidamente recomiendan las revistas de jóvenes modernos, cosmopolitas y con posibles.

...Cómo no buscar el aire y la calma si de pronto los veranos cambiaron radicalmente. Donde antes hubo bicicletas, polos de fresa de anca Haro, y forzosas interrupciones del tráfico porque nada había más crucial a las once de la noche que chillar, esconderse y dar balonazos en mitad de la calle, ahora me habían colado un julio asfixiante en el que eso que debe ser la vida adulta sucedía. Me agoté entre madrugones, cartas de asuntos coñazo de esos de mayores, y súbitos planes de boda. ¡Mis amigos casándose! 
Subí y bajé los quince pisos del hospital, sola ante el peligro, presentándome como la “doctora del dolor”, pidiendo a mis pacientes que puntuasen el suyo del uno al diez. Como si fuese tan fácil. Como si sólo les doliera una cosa. Como si acaso mis fármacos y mis técnicas pudieran hacer algo por los dolores del alma.

...A veces la odié durante aquellas semanas de asfixia, pero la ciudad y yo éramos una, ambas perdiendo fuelle de forma sinérgica. Ella vomitando mareas de gente en las costas, yo con la náusea inesperada de una acelerada madurez. Las mañanas persistían frenéticas aunque las sofocantes madrugadas no tenían a bien bajar de los veintiocho grados. Seguimos cruzándonos a las 7.55 cada día: esa señora, su cigarro a medias, su constante expresión de hastío, y yo. “Ella sí que necesita vacaciones”, solía pensar. Las pieles chorreaban sudor, y los brazos transportaban ventiladores en bolsas de plástico. Madres y padres, runners, paseadores de perros, cuidadores de abuelos, todos estaban en danza antes de las ocho de la mañana huyendo del deshielo.

Y mientras, yo sólo quería que aquello acabase. Sólo quería comerme un frigopié y huir. Hacía tiempo recordando la piscina de los últimos veranos. Cuando devorar historias constituía todo mi orden del día. Cuando engachaba sucesivamente varios catarros por tanto remojo. Cuando la felicidad era clavar una cuchara en el petit suisse y meterlo al congelador. Cuando aquel chico tan guapo que era de los mayores me sacaba los colores con su opinión sobre mis pupilas. Cuando las fiestas eran aún medio inocentes alrededor de una hoguera. Cuando no había más componentes en la dieta que helados, gazpacho y sandía. Cuando desgastábamos las tardes en bicicleta, y perseguíamos vagones de tren abandonados, echándole al tiempo un pulso al sol poniente. Cuando en las noches yo suspiraba por el musculitos que se reía de mí mientras la besaba a ella; cuando si querías ser guay era imprescindible ser dueño de un Nokia 3310 con politonos y batir récords de puntuación jugando a la serpiente.


...Aquel julio opresivo terminó. Aquellos veranos no volvieron. Aquel millón de tareas continúa sin hacer, pero, oye, qué bien sientan ahora las vacaciones :)