domingo, 26 de octubre de 2014

Madurar, y otras reflexiones de peluquería de barrio

Me he desmelenado. Literalmente. Mientras la mitad de mi cabellera era arrastrada por mi peluquera hacia el recogedor yo visualizaba una reunión de calvos indignados, con caras largas y con una coloración tirando al verde espinaca, así como codiciando lo ajeno. Y del recogedor a la basura; no sé: en nueve o diez “dedos” se redujo mi longitud capilar. Luego, riéndose, me dijo que era la primera vez en años que le decía algo distinto a “¡No cortes mucho!”. “Está madurando. Sabe lo que quiere”, sentenció después, mirando a mi madre.

Pues no sé si estoy madurando. No sé si sé lo que quiero. Pero al menos voy sabiendo qué no quiero. Y no es poco. Para empezar, quisiera no perder la costumbre de extraer conclusiones útiles a pie de calle, sea en la peluquería, en un bar, o en un vagón de tren.

No sé por qué será que sí sé qué no quiero. Será que me estoy haciendo mayor: son ya veinticinco mis otoños, aunque no se me antojen tan lejanas aquellas otras veces en que la misma peluquera se ensañaba con mi pelo mientras yo me rendía a lo inevitable (“tienes que estar fresquita, para el verano”) encaramada sobre una torre de cojines de los Power Rangers para estar a la altura precisa que requería el tijeretazo.

… Será que lloro menos, mucho menos, que antes. Será porque me estoy endureciendo. Curtiéndome como el cuero, haciéndome residente-resistente a base de guardias. Será que los años pasan y a veces pesan, y es por eso que siempre escribo las cifras con palabras y no con números: así se clavan, así dejan impronta. Será porque ahora me ha entrado la neura y utilizo contorno de ojos para tratar de luchar contra los efectos de levantarme y acostarme a horas que van contra natura. Será que aunque sólo sé que no sé nada llevo un mes teniendo estudiantes rotando conmigo en El Doce, y trato de explicarles lo poco que voy sabiendo. Aunque sólo sea por que no hagan la fotosíntesis, como tantas veces hice yo. Será que algunos de mis amigos tienen treintaytantos.

Sea lo que sea, y aunque voy sabiendo qué no quiero, aunque llore menos, aunque salga más, no disto tanto de la niña a la que cortaban el pelo sobre una torre de cojines. No he cambiado tanto. Qué va. Tanto que a veces hasta creo que involuciono. Regreso al origen. Porque volví a soñar con Madrid, como hacía a los quince, y ahora la callejeo, la exploro, me la bebo, la bailo y la adoro. Porque me despojo del sentido del ridículo para quitarme un peso de encima y poder saltar muy alto antes de abrazar con fuerza a mis amigos cuando hace meses, incluso años, que no les veo. Aunque suele ocurrir que, dos minutos después del reencuentro, es como si hubiésemos tomado el último café la tarde de antes. Porque escapar del ruido capitalino se ha convertido en una necesidad, y volver a ese campo es mi oxígeno. Como una cría, convierto en aventura el ir a buscar nueces, palo en mano para luchar contra las ramas que traten de arañarme. Porque que las calles se llenen poco a poco de Navidad me despereza la sonrisa como hacía años atrás.

Evoluciono, crezco, maduro, y esta huida hacia adelante a veces no es más que saber cuándo y cómo retroceder: imito a los peques de mi familia, y, mimetizándome con ellos, de tarde en tarde me acuerdo de ser, un ratito, niña otra vez. Entonces abro mucho los ojos para no perderme ni un detalle, río a carcajadas cuando me apetece y sigo creyendo en los Reyes Magos. Aunque ahora vengan a Madrid en coche, y no en camello, para dejarme el congelador lleno de tuppers, o aunque ahora sea yo quien viaje hasta mi Oriente particular, guiándome siempre por las mismas estrellas: para cargarme de abrazos, de bizcochos que superan todas las expectativas a pesar de los nefastos antecedentes personales, de pilas que se agotan y en mi Oriente, que es también mi norte, se recargan en tiempo récord.

No sé muy bien lo que quiero. De momento, no perder el entusiasmo. Empezar por ahí no estaría nada mal :)