Han pasado ya unos cuantos días desde aquel día importante. Tantos como doce, tantos como que nos encontramos ya inmersos de lleno en “la semana del amor”, o al menos así se empeñan en hacérnoslo creer Mercadona y su tributo a una única canción de Karina y escaparates varios.
Pero yo vengo a hablarles de otro amor. Un amor
platónico (aprendí su significado en Lisboa), un amor añorado sin haber sido siquiera
conocido. Y es que no sé si es que quiero predicar con el ejemplo y es por eso
por lo que no me prodigo en lo que a automedicación se refiere, o quizás sean
las ansias de que mi voluntad resulte siempre invicta en ese tira y afloja que
se traen entre manos ella y mi fisiología. El caso es que, Sumial, querido, te
eché de menos. Te extrañé durante cinco extenuantes horas, a pesar de no
haberte conocido nunca. Te añoraron mis tripas, mis manos sudorosas, mi corazón
taquicárdico.
Comparaciones más o menos fundadas aparte, yo he
venido aquí a hablar de mi MIR. Poco puedo decir que no se haya dicho ya, pero
sé que dentro de unos años me gustará volver sobre mis palabras y reírme, o
lamentarme, quién sabe, en función de qué consecuencias reales traiga esta “prueba
selectiva” a mi vida futura.
La mañana transcurrió lluviosa; desayuné con la
mirada algo perdida, combiné modelitos varios, hasta dar con la selección que
me permitiese ir mona a la par que abrigada, me duché y sequé el pelo mientras
cantaba y bailaba. Cualquier actividad, por ridícula que fuese, me parecía una
estupenda manera de echar a patadas los pensamientos intrusivos sobre
tratamientos y pruebas complementarias. Porque “no estéis nerviosos”, nos
aconsejaron. Pero, creo, es lo que toca, si es eres un opositor perteneciente
al común de los mortales (gente de piedra, os doy mi enhorabuena).
Mediodía: platazo de pasta, mimetizándome con los
británicos en lo que a horarios respecta, y 115 km. 45 minutos antes de la gran cita aparcábamos, en doble fila, frente a
las aceras abarrotadas de un edificio que, aseguraría reúne tanta concurrencia
sólo de año en año, de “-IR”, en “-IR”. Las puertas, cerradas aún a cal y
canto, exhibían las listas que, para bien o para mal, ya no me hacía falta ni
mirar. Mi copilota favorita ya está por aquí: nos acercamos a un bar,
overbooking en los aseos. Volvemos con los nuestros, tratamos de relajarnos.
“No os pongáis nerviosos, tomáoslo como un simulacro más”. Lo intentamos, pero
no: sin duda no fue un simulacro más, ni nuestro mejor simulacro. Nos acercamos
a la puerta: nos entregan revistas y panfletos varios. Abrazos, besos, SUERTE.
Buscamos el aula. Hay caras de alivio, hay ojeras,
hay caras de pocos amigos. Antes de comenzar el llamamiento, pregunto a las
señoras del tribunal si permiten usar tapones. “Menos mal”, me digo mientras
desgarro el envase de unos que compramos expresamente para este día. Rompo la
caja, no a propósito. ¿Será una señal acerca de lo extraño de las horas
venideras, será la tensión?
Nos van llamando. “Suerte, suerte, suerte”, es la
palabra más pronunciada, danzando entre susurros mientras los compañeros van
entrando. Mi turno. Mi sitio: arriba del todo, a la izquierda, sin nadie a tres
lados y un hombre a mi derecha que, en el suelo, ha colocado tan pancho unos
apuntes de EPOC perfectamente encuadernados. Sólo veo la portada; ¡supongo que
no le dará por abrirlos!
Ya estamos todos. Nos leen las normas, que ya
conocemos. No hay anécdotas, no hay risas ni tampoco demasiada seriedad. Quedan
veinte minutos para las cuatro. Y ahí, Sumial, es ahí cuando empecé a echarte
de menos. Traté de mantenerme calmada. Paseé la mirada a mi alrededor tratando
de encontrar algo en lo que fijarla y encontré consuelo en mi botella de agua.
Miraba el agua ondular en la superficie y respiraba. No sé durante cuánto
tiempo lo hice, pero me tranquilicé. Abren la caja, sin voluntarios; fuimos
todos testigos, confiábamos en el precinto, como en tantas cosas. Un folio rojo
cubre todos los cuadernillos, pero los exámenes son blancos. Y, lo descubrí
enseguida, penosamente sujetos por sólo dos grapas.
Comprobamos el número de páginas. Llegan los
cuadernillos de imágenes, y repetimos procedimiento. Mmmm, parecen raras. Uff,
tres placas de tórax (sí, esas cuya videoclase ni miré. Aplausos). “En fin,
respira”, vuelvo a repetirme.
16.15 h. Cinco horas por delante. Empecemos.
Una extensa selección de preguntas de Miscelánea
desfilan ante mis ojos. “¡Mieeeerda…!”, me sale solo: me parecen extrañas. “Bueno,
seguro que en seguida llegan las normales”, me prometo a mí misma. Y sí,
llegaron, pero a cuentagotas. Intento leer todo lo rápidamente que puedo, para
contestar de igual manera. Pero no. Preguntas que exigen bastante reflexión,
mucha fisio básica (y por básica ignorada, “no rentable”), mucha farma,
genética. Miscelánea, maldita miscelánea que nunca supera las 10 preguntas
salvo este año. Así pues, la reflexión, e incluso para algunos el hecho de empezar
a y cuarto, descolocaron unos periodos de tiempo que teníamos más que
trillados. “Tuve que correr”, que cantaba Antonio Vega. Aislada del escaso
ruido por mis benditos tapones, no miré a mis compañeros buscando consuelo en
esas caras de bobo que dicen “yo estoy igual”: no me daba tiempo. Mi pobre
cocacola zero y mi chocolate con naranja y almendras me hacían compañía en la
mesa ansiando su destino, léase mi estómago, que nunca pudieron alcanzar: no me
daba tiempo. Me sobró la ropa, me acompañó el sudor en las manos por primera y
única vez, mi corazoncillo valiente se abandonó al cronotropismo positivo.
Exhausta, dieron las 21.15h. Me sentía como un piloto de F1, con no sé cuántos
kilos menos, y en la boca un sabor que no supe identificar, tirando a amargo. Las
ganas de abandonar esa aula tan fea cuanto antes se enredaban con las de reír o
llorar. Cuánta tensión acumulada, Dios mío. “Pa habernos matao”. Por fin
salimos, y confrontamos sensaciones. Me tranquilizo: nos hemos sentido todos igual
de “tontos”.
En el hall, caras
conocidas, gente con sidra y confeti. Yo, sólo busco a mi madre. La abrazo, y
no es que esté triste (me sentía despersonalizada y desrealizada, anestesiada),
pero lloro. Será la tensión, será el cansancio, será la rabia por no haber
tenido la oportunidad de dar lo mejor de mí. Por lo atípico, por lo inesperado,
por lo raro, raro, raro. Y, creo, las múltiples impugnaciones que se están
solicitando nos dan la razón.
Después de más de veinte simulacros y meses de
dedicación plena, creo que iba muy bien preparada para un MIR “normal”. Y es
que nos repitieron hasta la saciedad que confiáramos, que no malgastásemos
energía en pensar que “nos iban a poner cosas difíciles”, ¿podía alguien
anticipar “esta broma” del Ministerio? ¿Debí cambiar mi táctica y haberme
dejado más en blanco, desafiando a la costumbre? No sé, no sé, no sé.Domingo y lunes los dediqué a un particular duelo por
la desaparición de esta fecha en mi calendario. Algo así como si me hubiese dejado el
novio, pero sin novio. El martes volví a entrar en contacto con el mundo real:
marujear en los supermercados con mi madre me ayudó (aunque me sentía un poco
como el Gurb de Eduardo Mendoza). Y ahora, entre impugnaciones y recuperación
de horas de sueño, vuelvo a la vida en este febrero helado y lluvioso de
vacaciones, a la espera de datos definitivos para poder responder a la última
pregunta del MIR: qué voy a ser de mayor :)