lunes, 11 de marzo de 2013

De decisiones y cortocircuitos


En algún punto en el espacio y el tiempo de mi corta existencia, en alguna de esas tardes como espectadora de carreras de gotas de lluvia en el cristal del coche volviendo de Madrid, o en alguna de esas mañanas en que llegaban al buzón fascículos nuevos de “Érase una vez los inventores”, algún cable enmarañado en mi cabeza de imaginación creciente y desbordante debió hacer cortocircuito y decidí, de forma inconsciente, que quería ser contadora de historias. Inventora de vidas, de conversaciones, de sensaciones, de recuerdos. Que quería crear. Que necesitaba emocionar y emocionarme. Que me sentiría tranquila en cualquier lugar mientras hubiese cerca de mí lápiz y papel y vistiese un jersey a rayas. Que no me enamoraría jamás mientras no me hiciesen temblar y mientras no me dejasen sin habla.

En alguna otra intersección espaciotemporal decidí que quería ser médico. Para no inventarme vidas e historias, sino para ser testigo de ellas y, en ocasiones, salvarlas. Cambiarlas. Trastocarlas. Para guardar para siempre conmigo las sonrisas, los abrazos y las lágrimas más sinceros y puros.

En el punto actual, llevo de la potencia al acto tales decisiones. Sigo inventándome historias y contando otras. De vez en cuando, alguien se emociona con mis palabras. Escribir y garabatear me tranquiliza. Me he enamorado una vez, o ninguna. He sido partícipe, desde el rinconcito a la sombra del médico, o alzada sobre un cajoncillo de madera,  asomando la mirada curiosa por detrás del cirujano, de la vida en su vibrante principio y en su oscuro final.

El sábado comencé la preparación de mi examen MIR: un pasito a pasito en el que tendré momentos de locura transitoria, en el que me acercaré más al médico que, en poco más de doce meses, comenzaré a ser. Bendita rutina. Benditas decisiones.

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