martes, 17 de abril de 2012

El suelo

Cuando llegué ayer a prácticas, mis compañeros seguían en el aula. Para matar el tiempo me puse a dar vueltas por el hospital. Y ayer, no sé si por ser lunes, por haberme levantado con el pie izquierdo, o porque tenía más limpio el cristal de las gafas por el que se ve la tristeza, me sentí triste. Indefensa. Incapaz. Asustada.

Me senté en uno de tantos sillones del pasillo de Consultas Externas y observé a mi alrededor mientras algo me retorcía las entrañas. Observé la luz amarillenta de la mañana, demasiado fría para ser de abril, colándose por el cristal de un techo muy alto. Observé el suelo color crema con pequeñas piedras marrones, pasado de moda, vestigio de los ochenta, tantas veces pulido con esas máquinas extrañas que impregnan el ambiente de un olor metálico. El discreto testigo de tan distintas historias, acariciado o golpeado según cuán ligera o pesada es la carga de quienes caminan sobre él. Me pregunto de qué historias es espectador este pavimento los domingos. Me pregunto qué luces permanecen encendidas y cuáles no.

Continúo sentada, y continúan pasando ante mis ojos, sobre el suelo anticuado, cientos de historias de ciudad pequeña. Una pareja que sonríe y porta una carpeta con un dibujo de cigüeña; irán hacia Tocología. Una camilla con una mujer mayor, varios sanitarios, y un ambú y un desfibrilador sobre ella. A mi lado, a un anciano cuyos ojos se pierden entre sus arrugas y bajo su boina, lo han aparcado en su silla de ruedas; espero que ahora vengan a buscarlo. Una mujer con un pañuelo que oculta su recién estrenada calvicie. Una chica, que no debe ser mucho mayor que yo, en la sala de espera del Hospital de Día, también con un pañuelo, deja caer la cabeza sobre el hombro de su madre, deja asomar la tristeza a sus ojos.

Nacer, morir. No elegimos cuándo ni cómo.

El suelo es testigo mudo de historias de vidas, de personas. Como tú y como yo. Las mayores penas y alegrías circulan por estos pasillos. Instantes que te cambian para siempre la vida y la percepción, las miras.

Hoy yo me siento débil. Yo, que me creía de hierro, que presumía de unos muros impenetrables, hoy me siento una ínfima parte más del mundo, tan vulnerable como todas las vidas que circulan ante mí. Y siento miedo, miedo de lo frágil que es la existencia. Miedo a no soportar calmar el miedo de los demás; elegí esto porque me creía de hierro.

3 comentarios:

  1. Me he quedado prendado de tu blog, no sólo del estilo, que me encanta, sino del interior.

    Creo que no puedo añadir ni una sola palabra más a tu perfecta entrada porque sería estropearlo. Hay momentos en los que decaemos, nos venimos abajo muchas veces viendo lo que hay a nuestro alrededor. Poco más podemos hacer que lo que está en nuestras manos. Pensemos que con eso es suficiente, que basta. Aunque no sea del todo verdad, siempre habremos aportado nuestro granito de arena.

    Un beso grande :)

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  2. Yo también del tuyo, hace tiempo ya, jeje, pero la pereza es algo descomunalmente graaande! :) Tu historia del ascensor me encantó.

    Siempre aportamos algo. Como tú escribías el otro día, con que nos devuelvan una sonrisa ya somos felices. Pero a veces se hace tan tan duro!

    Lo bueno es que siempre hay una razón para continuar, sólo hay que relajarse un poquito y ver más allá.

    Mil gracias por tu comentario!

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  3. "Lo bueno es que siempre hay una razón para continuar, sólo hay que relajarse un poquito y ver más allá."

    :)

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