sábado, 10 de marzo de 2012

Las prácticas o la fotosíntesis

Hay profesores y profesores.

Hay grandes profesores, profesores mediocres, profesores que ni fú ni fá. Luego están los pésimos.

Y luego están mis preferidos: los que te ignoran. No sé si son mediocres o excelentes, puesto que no me dirigen la palabra. Dice el juramento hipocrático: "[...] trataré a sus hijos como a mis hermanos y si quieren aprender la ciencia, se la enseñaré desinteresadamente y sin ningún género de recompensa". Supongo entonces que muchos de nuestros profesores han leído el juramento de pasada, como de pasada miran el letrero luminoso amarillo y cantoso de nuestro hospital, ése que reza “UNIVERSITARIO”. He de suponer también que, ¡oh, qué suerte!, nacieron enseñados y nunca fueron estudiantes. Sólo así alcanzaré a comprender por qué en un hospital universitario, adscrito a una facultad de medicina, los estudiantes somos simplemente entes vagantes que visten bata blanca y se limitan, en la mayor parte de los casos, a decorar.

A veces se me ocurre que soy como una planta verde, pequeña, de plástico, de ésas que acumulan polvo porque nadie las limpia. En el rinconcito de la consulta donde me acoplo retorciéndome cual contorsionista kazajo me imagino una conversación imaginaria en la hipotética situación en que el médico fuese simpático y docente, para después sólo suspirar, sabiendo que, esta vez (otra vez más), es un deseo inalcanzable. Miro la luz que entra por la ventana con la esperanza de, por hacer algo, hacer la fotosíntesis. Y es que, si no me cuentan la historia del paciente que va a entrar por la puerta y estoy a veinte metros de las carpetas y de la pantalla del ordenador, ¿qué otra cosa puedo hacer si dentro de mis súper poderes aún no se incluye la visión de letras nanométricas?

En otra ocasión, en una reflexión súper profunda de ascensor, éste se detuvo en el semisótano. El semisótano huele a pis de rata, y no porque haya ratas correteando alegremente por los pasillos, sino porque el laboratorio de Microbiología está ahí. También está el mortuorio (dato que ilustra lo tétrico del lugar). Y también están las camas viejas del hospital. Ésas que ya nadie quiere, que están rotas, inservibles, abandonadas a su suerte (ahora es cuando todos os compadecéis con un: “¡Poooobrecitas!”). A la espera de su triste final en una planta de reciclaje o su despiece en una chatarrería (previo viaje en una “fragoneta” de algún chatarrero de las vecinas Quinientas) no tienen más oficio ni beneficio que acumular polvo y mierda en general. Pues ése día del ascensor observando el semisótano que huele a pis de rata pensé que más de un ser superior con bata blanca y mirada por encima del hombro que se hace llamar médico (leedlo todo junto “¡mu rápido!”) debe creer que somos los excrementos y las descamaciones epiteliales de los ácaros que habitan el polvo de las camas viejas del semisótano: invisibles, molestos, potencialmente nocivos. Los habitantes del inframundo, que ni ocupan puesto en la jerarquía hospitalaria.

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